Cayo comenzó su andadura artística en las calles, de la mano del graffiti, pero afirma que ha acabado tocando “todos los palos, pintando sobre cualquier soporte”. Es capaz de plasmar su estilo “cañero” e influido por el Art Brut en formatos tan variados como la ilustración, el tatuaje, el arte plástico o el muralismo. El punk, lo caótico y las calaveras mexicanas son sólo algunos de los conceptos que han hecho evolucionar su arte, configurando un imaginario plagado de símbolos, fuertes colores fluorescentes y monstruos. Pintó su primer mural con Believe in Art en 2018, en un tramo de la escalera del Hospital Miguel Servet. Posteriormente ha liderado otras actividades, como el taller de Art Brut en el Slap Festival (2019) o el mural colaborativo de la cárcel de Zuera (2019).
— ¿Es difícil adaptar tu estilo a estos proyectos?
— Pues sí, me cuesta. Realmente si el arte es más suave, si los colores no son muy ácidos, si las formas son redondas y tampoco dicen nada socialmente o políticamente, hablamos de un arte más cómodo, que no molesta, y entonces a mí eso me cuesta. Así que cuando salgo de mi zona de confort, suelo recurrir a la abstracción, a la geometría, como en el mural de la cárcel. En el Hospital quité las líneas más agresivas como los dientes destructivos del monstruo y así parece que el monstruo sonríe. Acaba teniendo algo de esencia, por el trazo, o por algún icono, aunque sea un monstruo más infantil… Pero vamos, esto es por los adultos. A ti no te gustan, pero al niño le molan las calaveras y los monstruos. Ves la televisión y los monstruos son monstruos. Parece que todo tiene que ser muy redondito, muy bonito y creo que a veces es más un problema del adulto que del niño, que parece que busca la excusa de lo “infantil” para obtener un arte más cómodo.
— ¿Qué piensas de los voluntarios de Believe in Art?
— Creo que cuando ya eres voluntario, ya estás abierto a algo, ya tienes una mentalidad de que vas a hacer un curro y que no vas a cobrar. Eso te dice que esa persona no se mueve sólo por lo material y lo económico, sino porque realmente lo siente. A mí me llena estar en proyectos que visibilizan el arte conceptual, más joven y contemporáneo. Es mi ámbito de trabajo y al apoyar estas acciones pienso que estoy ayudando y a cambio se valora mi trabajo. Porque, claro, el arte es muy bonito hasta que tienes que comer de él. Hay mucho artista consolidado que se niega a trabajar gratis porque siente que le devalúa… A mí me llena, no me devalúa. Me gusta estar preparando un proyecto, que guste, enseñar mis capacidades a la gente… Por ejemplo, que me digan que a partir de ese día se han puesto a pintar una vez a la semana y sentir que lo he fomentado.

— ¿Cómo valoras el efecto terapéutico del arte?
— Yo valoro tanto el concepto del arte como el de terapia y como casi todo, a veces se corrompen. Una cosa es que tú hagas arte y te pongas a pintar con alguien o que alguien haya pasado un tiempo trabajando y sacando lo que tiene ahí dentro, y otra cosa es trabajar sobre arte y terapia. Ahí ya entra la parte psicológica, tienes unas sesiones, trabajas con el paciente y le acompañas para analizar cómo está a través del arte. No vale decir “como yo pinto de negro y hago calaveras, estoy deprimido” ¡Pues entonces yo llevaría cuarenta años deprimido! Quiero decir, que hay que valorar en el momento cómo se está, cómo se ha trabajado. No vale lo que hayas hecho hace tres días, porque según cómo estés emocionalmente, te ha podido cambiar la vida.
Cayo se formó como educador social y, tras trabajar en este ámbito, se dio cuenta de que podía combinarlo con el arte, especializándose en Arteterapia. Es un defensor del Art Brut, un término que inicialmente describía aquel arte marginal realizado fuera de los límites del academicismo y la cultura oficial. “El Art Brut viene de la gente que estaba en cárceles o en psiquiátricos, gente que está discriminada, que está ahí, quieta, tapada, y a la que realmente no se le ha dado bombo” pero, ahora, comenta, el Art Brut se ha institucionalizado y se cotiza en el mercado del arte.
— No tienes que tener material súper caro y unos papeles buenísimos, con un cartón que vas a tirar a la basura y unas ceras puedes hacer cualquier cosa. Para mí esa es la esencia, que cualquiera puede hacerlo. En línea con la tendencia dadaísta, ¿qué es arte y qué deja de serlo? A día de hoy, parece que el arte es una pasada o no vale nada según quién lo diga o quién lo toque. Para mí, alguien de la calle que crea con unas ceras puede ser más artista que cualquiera que esté en la ARCO (la feria anual de Arte Contemporáneo).

— ¿Y cómo fue pintar en la cárcel de Zuera?
— Es un sitio muy cerrado y cuando entras, flipas. Es otro mundo. Todo está hermetizado por módulos, son como casas grandes con sus jardines, como hostales dentro de un hotel muy grande. Se gestionan las cosas de otra forma. Yo iba a abrir las puertas y, claro, no se pueden abrir. Las puertas te las abren. Son conceptos con los que no estás familiarizado. Luego la educadora les pidió que valoraran la actividad y decían que les había tratado como personas normales, que no los consideraba delincuentes… Para mí ese momento fue brutal. Están ahí porque se ha decidido que son malos para la sociedad y es todo tan controlado que les cortan la libertad, y no sólo eso, sino también el opinar.
— ¿Y la libertad creativa?
— Bueno, hay mucha gente que aunque esté libre, ha perdido la libertad creativa hace tiempo, así que imagínate dentro. Les sorprendía que simplemente les dejáramos pintar. Te preguntan, ¿pero qué pintamos? Y no se creen que les dejes elegir color ni nada. Con eso ya les rompes. El primer día les dejé libremente y les dije, poned lo que queráis y luego ya mañana lo borramos y lo dejamos guay, porque si no, nos van a decir que no.
— ¿Qué presos participaron?
— Pintamos con gente que participa en un taller de manualidades, vienen ya con otro tipo de mentalidad. Y actuamos en el patio del módulo de Enfermería, donde está la gente que ha delinquido y que además tiene diversidad mental. Es decir, como si fuera un psiquiátrico dentro de la cárcel. Como no les dejaban salir al patio para que no estuvieran con nosotros, estaban todos expectantes. Además, algunas de las ventanas de sus celdas daban al patio y, claro, la gente gritaba. Es un lugar en el que se mezclan los brotes psíquicos con el malestar de estar dentro de la cárcel y supone un choque hasta para los presos que nos acompañaron, porque venían de otro módulo.
— ¿Cómo adaptas los materiales para los murales?
— Yo casi siempre pinto con spray, pero cuando coordino grupos de trabajo, elijo acrílico, porque es mucho más cómodo. Brocha, rodillo, acrílico. Además, según qué colectivos tienen unos roles y una forma de relacionarse. En la cárcel, por ejemplo, que vean que se te escurre el spray o que no lo sabes hacer puede ser al final motivo de mofa.
— Entonces eliges materiales que no ridiculicen.
— Sí, para que todos seamos más o menos iguales. Primero siempre dejo un rato para probar sprays, porque a todo el mundo le gustan, pero cuando ven que es complicado, ellos mismos desisten. Si alguien se atreve, pues venga, ¡vamos a darle! O si hay alguien que claramente tiene mano, estoy ahí fomentándolo. Pero que salga de él, sin obligar ni ridiculizar.
— Quizá con los niños no aparezca tanto la vergüenza…
— Depende. Según qué edades y según el carácter del niño. Pero bueno, empiezas a ponerte al lado de él, le sigues y el niño ya se va soltando. Para mí al final es como un juego en el que dices: «vamos a mancharnos, a ver qué nos depara…» También con los adultos. Se trabaja así, pero tienen que ser composiciones que luego yo pueda terminar para que quede una cosa visible y a la vez se vea la parte de los demás. En la cárcel metí formas y de repente pintaron algunas de ellas. Recuerdo que había una media luna, que era un corte de una circunferencia, y un preso lo convirtió en una sandía. ¿Y queda mal? ¡No, queda muy guay!
— ¿Al final se quedó la sandía?
— Sí, claro que se quedó. Forma parte del mural y no ridiculiza, ni se mete con nadie, ni nada. Porque aunque yo no haya pensado en la sandía, esa persona sí, y después de ver cómo se están pegando dos días pintando y cómo lo están disfrutando, piensas “¿cómo le voy a romper la sandía?”. No sé, empatizas con ellos y ellos contigo, esa es la base. Depende también del concepto que tú tengas como arte, pero para mí un mural cooperativo es un mural cooperativo. Yo puedo dirigir, porque igual soy el que más experiencia tiene, pero la idea puede derivar o cambiar. Si no, el artista lleva peones para que rellenen formas y eso se llama trabajo, no es cooperativo.
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